Monday, January 30, 2006

JULES MELLINGTON, EL HOMBRE Y SU MUSA (I)

Corría el ocho de octubre de 1874 y Jules Mellington salía de su trabajo en un modesto banco a la hora acostumbrada. Eran sólo las cinco de la tarde y ya cubría el cielo una espesa y gris niebla que alteraba la habitual pasividad en los ánimos de los ciudadanos londinenses. Descolgó su abrigo y su sombrero emprendiendo su marcha por las tristes calles del casco antiguo. Y a cada paso que daba el reloj avanzaba como la oscuridad que iba dominando las grandes avenidas. Un raro escalofrío le recorría esa tarde y aunque ese camino lo hacía todos los días a pie sin importarle el clima, no pudo menos que dejarse llevar por la intuición y paró el primer carruaje que pudo avistar.

El interior de ese coche lo formaban dos largos sillones acolchados a cada lado, iluminados por una lámpara de aceite sita en la parte superior de la pared. La llama surcaba sus rostros desconfiados al son caprichoso de los adoquines en contacto con las ruedas. El empedrado producía un suave claqueteo que mecía hipnóticamente a todos los viajeros que, agarrados a sus abrigos, se veían rodeados de aquel infierno de humo blanco. Jules Mellington iba acompañado en ese corto viaje a las afueras por otro compañero del banco, el Sr Jeffries y dos señoras mayores que parecían haber acabado de asistir a una reunión social en el centro en casa de unas amigas.

-- Si—pensó—probablemente serían de ese tipo de señoras que aparecen a las cinco en punto en casa ajena para tomar el té habiendo avisado con una semana de antelación para respetar las normas de urbanidad. Y ya allí juegan unas manos de canasta comentando los avatares de sus banales vidas mientras el té hidrata sus ajadas caras. Y cuando llega el momento de abandonar(más de tres cuartos de hora se consideraría incorrecto según los cánones) alegan la inmoralidad de la hora para volver a sus hogares porque sus maridos, estirados hombres de negocios, no sospechen nada de ellas. Y para esos maridos conservaban toda las belleza que la edad no les había arrebatado vistiendo con un lujo y cuidado fuera de lo común.


El carruaje seguía su camino por los suburbios menos recomendables de la ciudad. Y aunque en el ánimo de todos estaba el deseo de evitarlos constituía el incómodo tramo intermedio que habían de cruzar para llegar a sus hogares. Calles mugrientas repletas de tabernas de mala reputación donde barbudos y viejos obreros de las fábricas de carbón retozan ruidosamente con rameras de pelo rizado y corsés medio abiertos. Lugares donde el olor a alcohol de alta graduación colma la espesa atmósfera de bujías. Y se oyen las risotadas de las prostitutas antes de caer ebrias y sin decoro en el suelo. Y mientras ellos las observan humedeciendo sus labios del amargo sabor de la cerveza , para a continuación limpiarlo con la manga de la muda y eructar. Entonces el eco de las carcajadas es capaz de traspasar la niebla y acariciar el Támesis. Y al lado de estas tabernas, las familias de estos obreros ansiosas del pan que el cabeza de familia desperdicia en vicios malviven en minúsculos cuartuchos en medio de la podredumbre. Comen poco y la mayoría tiene enfermedades. No hay familia en esta parte de Londres que no haya enterrado a un hijo o a un hermano cuando era joven. Las enfermedades le amenazan en el gélido habitáculo sin chimenea en la que calentarse ni celebrar veladas como las lujosas casas del centro. Pero lo peor lo ven los hijos de las rameras. Ellos ateridos y agrupados por el miedo observan a través de la rendija de la puerta como su madre es desvestida de modo torpe y descontrolado por un tatuado marinero para ser arrastrada entre carcajadas incontroladas a la habitación donde la viola. En ese momento y ante los aullidos de su madre los niños se abrazan queriendo provocar el final de aquella tortura y deseando que el amanecer rascara la mugre y reflejara el sol en sus ojos.

Una brusca parada le trajo de nuevo a la tierra. Sus ensoñaciones le habían tenido absorto durante todo el viaje. Ya quedaba poco aceite en la lámpara cuando las señoras agarraron sus paraguas de encaje y se bajaron del carruaje con sus aparatosos trajes. Como era preceptivo entonaron un suave “adios señores” ante el que instintivamente ellos respondían con una leve inclinación y un movimiento de sus sombreros. Ya sólo quedaban Jeffries y él. Un seco ¡só! les puso de camino. Y al asomarse por las ventanillas empezaban a reconocer el paisaje. Andaban ya por las afueras con sus bloques característicos y casas bajas. Jules sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Era tarde. La noche se agudizaba. Su esposa le esperaría ansiosa en su casa de la 27 con Paddington. El tecleo de los adoquines convertía progresivamente la repetición en música. El siguiente en abandonar el transporte fue el Sr. Jeffries. Vivían muy cerca y al igual que él poseía un cuidado jardín donde podía desarrollar su pasión por las gardenias. Gardenias como las que adornaban la cenefa del solitario ya habitáculo del carruaje donde el Sr. Mellington saboreaba los instantes anteriores a reencontrarse con su mujer. Bajó con su maletín y su paraguas observando como el carruaje se perdía entre la niebla.. El eco sordo de sus pisadas le condujo hasta el enrejado de su casa. Golpeó la aldaba de bronce esperando ver la habitual estampa de su mujer sonriendo para ayudarle a desvertirse.

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