Jules Mellington, el hombre y su musa (II)
Tal y como su marido la veía la Sra. Mellington era un mujer de aspecto jovial. A sus treinta y seis años se pasaba todo el día cosiendo en casa de la Sra. Thomas-Materll. Que bien parecia que la Sra. Thomas tuviese una fábrica textil pues nunca parecía terminar esas labores, en opinión de su marido. Los ojos se le tornan vidriosos cuando tiene que remachar o pespuntar una falda a la luz de una vela. Pero aparte de eso ayuda a Candide, la asistenta a mantener la casa en perfecto orden de revista. A veces coge algún libro pero pocas veces lo termina. Es inconstante pero enamoradiza, frágil y amorosa. Sus ojos aparte de en los bordados nada más que se pueden dejar llevar por esas románticas noveluchas escritas por autores franceses que venden en los salones. Esas historias la trasladaban de sus preocupaciones a otras mucho más mundanas y sobre todo ajenas. Se sentía dichosa al lado de Jules. Ella lo veía culto, de buena familia y sobre todo amoroso y tenaz. Eso fue lo que la enamoro. Y cada vez que lo veía atravesar la puerta como esa noche lo abrazaba y lo besaba todo lo que apasionadamente se permitía. Quererla como la quería era para Jules Mellington un beatifico elixir. Para él Beatrix Mellington era todo el Londres que deseaba conquistar. Y tenerla compartiendo su vida le otorgaba una enorme placidez.
Jules se sentó en su sillón preferido y comenzó a leer la gaceta que casi no le cabía en las manos. Devoraba palabra a palabra las columnas de aquel noticiero. La chimenea aportaba un ambiente cálido a la habitación, que se veía enriquecido por el olor que provenía de la cocina. Beatriz estaba removiendo la cena en el fogón. Pero aunque hubiera traído curry picante de Tailandia, Jules no hubiera apartado su hocico del periódico. Porque de cada línea, de cada construcción de frases, de cada juego de palabras se deducía su verdadera pasión. No era abrir cuentas a pequeños ahorradores o validar cheques y pagarés. Su verdadero afán pasaba por entregarse a la literatura. Exponer en un papel todas sus ideas, explicar historias novedosas, escribir poemas funerarios, tratados de filosofía, libros de viaje por el mundo conocido. Siempre había soñado desde pequeño en trascender a la historia de la literatura como su adorado Lawrence Sterne, Swift, Thackeray. A veces se sentía impotente, postrado en su puesto de empleado de la banca. Pero mitigaba ese dolor encerrándose con llave en la biblioteca después de la cena durante casi dos horas. Dentro de aquel recinto, apretaba la pluma entre sus dedos, abría el cajón del escritorio y leía animadamente la última página de lo que había podido escribir la noche anterior. Y recostado sobre el respaldo de la silla dirigía su mirada hacia el cristal de la ventana. Entonaba gravemente las palabras que había vertido en el papel, y a cada fonema, a cada asociación de palabras, la oscuridad que se vislumbraba a través del cristal se iba transformando como si fuera un extraño ritual en una representación onírica proveniente de otro mundo. Aunque pareciera increíble, una figura femenina de ojos que se abrían en infinito como una crisálida se reflejaba ante sus ojos y de sus labios entreabiertos manaban los sonidos que Jules sólo entendía. Pasaba cada noche. Era su musa. El primer día que la vio se asustó pensando que había invocado al demonio. Que su deseo de ser escritor había llegado demasiado lejos. Cerró con llave la puerta e intentó entornar el postigo, pero infructuosamente pues la musa siempre acababa haciéndola ceder como un soplido necesario.
Así que cuando caía la noche abría el postigo, se recostaba y se entregaba otorgando la musa su premio. Seducido por la placentera sensación que sólo la creación de verdadero arte puede dar, se entregaba a la infidelidad cada noche con ese voluptuoso ser. Reflejada en el cristal hablándole a su oído con un velo blanco que le tapaba los rizos dorados en miles de pliegues. Su presencia parecía dominarlo todo. Jules jugaba con ella intentado alcanzarla, tensando el arco de la sintaxis, pidiéndole más. Un último juego de palabras. Un hiperbaton. Un nuevo personaje. Y cuando eso sucedía parecía rozar la, eternidad, siquiera por un momento, con sus dedos inocentes y ávidos. Al momento parecía desatarse en Mellington una fuerza incomprensible. De su pluma brotaba una energía incontenible, sexual , retozona ante las sugerencias de su musa. Con sus lánguidos dedos manipulaba su velo blanco pleno de palabras. Y reía, y embriagaba, y sonreía.
Jules Mellington, como desposeído de su ser, imprimía con tinta el manuscrito que algún día le haría ennoblecer. La musa trasladaba de un lado a otro de la estancia su representación corpórea derrochando azules ojos convertidos en verbos y rizados tirabuzones de líneas y líneas en torrencial ansia.
Pero esa noche era diferente. Tras tantas noches, tantos meses con su idolatrada musa sin nombre, sintió como una exhalación verdadera el final de su manuscrito. Su satisfacción era máxima. Deseaba acariciando el papel poseer a su mujer aquella noche. La haría suya en cuanto escribiera la palabra “fin” después del ultimo punto y aparte. Cerró con el mayor celo todos sus papeles en el cajón e introdujo su llave en el chaleco. La Sra. Mellington aguardaba en su cama con un librito entre las manos. Al verle acercarse con animo lujurioso y feroz dejó la novela y apagó su lamparita de aceite.. Jules no cabía en sí de gozo así que esa noche cedió inmediatamente a las cálidas carantoñas de su esposa. El eco de una risa resonaba en la estancia vigilando los dos cuerpos desnudos bajo el edredón
Jules se sentó en su sillón preferido y comenzó a leer la gaceta que casi no le cabía en las manos. Devoraba palabra a palabra las columnas de aquel noticiero. La chimenea aportaba un ambiente cálido a la habitación, que se veía enriquecido por el olor que provenía de la cocina. Beatriz estaba removiendo la cena en el fogón. Pero aunque hubiera traído curry picante de Tailandia, Jules no hubiera apartado su hocico del periódico. Porque de cada línea, de cada construcción de frases, de cada juego de palabras se deducía su verdadera pasión. No era abrir cuentas a pequeños ahorradores o validar cheques y pagarés. Su verdadero afán pasaba por entregarse a la literatura. Exponer en un papel todas sus ideas, explicar historias novedosas, escribir poemas funerarios, tratados de filosofía, libros de viaje por el mundo conocido. Siempre había soñado desde pequeño en trascender a la historia de la literatura como su adorado Lawrence Sterne, Swift, Thackeray. A veces se sentía impotente, postrado en su puesto de empleado de la banca. Pero mitigaba ese dolor encerrándose con llave en la biblioteca después de la cena durante casi dos horas. Dentro de aquel recinto, apretaba la pluma entre sus dedos, abría el cajón del escritorio y leía animadamente la última página de lo que había podido escribir la noche anterior. Y recostado sobre el respaldo de la silla dirigía su mirada hacia el cristal de la ventana. Entonaba gravemente las palabras que había vertido en el papel, y a cada fonema, a cada asociación de palabras, la oscuridad que se vislumbraba a través del cristal se iba transformando como si fuera un extraño ritual en una representación onírica proveniente de otro mundo. Aunque pareciera increíble, una figura femenina de ojos que se abrían en infinito como una crisálida se reflejaba ante sus ojos y de sus labios entreabiertos manaban los sonidos que Jules sólo entendía. Pasaba cada noche. Era su musa. El primer día que la vio se asustó pensando que había invocado al demonio. Que su deseo de ser escritor había llegado demasiado lejos. Cerró con llave la puerta e intentó entornar el postigo, pero infructuosamente pues la musa siempre acababa haciéndola ceder como un soplido necesario.
Así que cuando caía la noche abría el postigo, se recostaba y se entregaba otorgando la musa su premio. Seducido por la placentera sensación que sólo la creación de verdadero arte puede dar, se entregaba a la infidelidad cada noche con ese voluptuoso ser. Reflejada en el cristal hablándole a su oído con un velo blanco que le tapaba los rizos dorados en miles de pliegues. Su presencia parecía dominarlo todo. Jules jugaba con ella intentado alcanzarla, tensando el arco de la sintaxis, pidiéndole más. Un último juego de palabras. Un hiperbaton. Un nuevo personaje. Y cuando eso sucedía parecía rozar la, eternidad, siquiera por un momento, con sus dedos inocentes y ávidos. Al momento parecía desatarse en Mellington una fuerza incomprensible. De su pluma brotaba una energía incontenible, sexual , retozona ante las sugerencias de su musa. Con sus lánguidos dedos manipulaba su velo blanco pleno de palabras. Y reía, y embriagaba, y sonreía.
Jules Mellington, como desposeído de su ser, imprimía con tinta el manuscrito que algún día le haría ennoblecer. La musa trasladaba de un lado a otro de la estancia su representación corpórea derrochando azules ojos convertidos en verbos y rizados tirabuzones de líneas y líneas en torrencial ansia.
Pero esa noche era diferente. Tras tantas noches, tantos meses con su idolatrada musa sin nombre, sintió como una exhalación verdadera el final de su manuscrito. Su satisfacción era máxima. Deseaba acariciando el papel poseer a su mujer aquella noche. La haría suya en cuanto escribiera la palabra “fin” después del ultimo punto y aparte. Cerró con el mayor celo todos sus papeles en el cajón e introdujo su llave en el chaleco. La Sra. Mellington aguardaba en su cama con un librito entre las manos. Al verle acercarse con animo lujurioso y feroz dejó la novela y apagó su lamparita de aceite.. Jules no cabía en sí de gozo así que esa noche cedió inmediatamente a las cálidas carantoñas de su esposa. El eco de una risa resonaba en la estancia vigilando los dos cuerpos desnudos bajo el edredón
