Tuesday, January 31, 2006

Jules Mellington, el hombre y su musa (II)

Tal y como su marido la veía la Sra. Mellington era un mujer de aspecto jovial. A sus treinta y seis años se pasaba todo el día cosiendo en casa de la Sra. Thomas-Materll. Que bien parecia que la Sra. Thomas tuviese una fábrica textil pues nunca parecía terminar esas labores, en opinión de su marido. Los ojos se le tornan vidriosos cuando tiene que remachar o pespuntar una falda a la luz de una vela. Pero aparte de eso ayuda a Candide, la asistenta a mantener la casa en perfecto orden de revista. A veces coge algún libro pero pocas veces lo termina. Es inconstante pero enamoradiza, frágil y amorosa. Sus ojos aparte de en los bordados nada más que se pueden dejar llevar por esas románticas noveluchas escritas por autores franceses que venden en los salones. Esas historias la trasladaban de sus preocupaciones a otras mucho más mundanas y sobre todo ajenas. Se sentía dichosa al lado de Jules. Ella lo veía culto, de buena familia y sobre todo amoroso y tenaz. Eso fue lo que la enamoro. Y cada vez que lo veía atravesar la puerta como esa noche lo abrazaba y lo besaba todo lo que apasionadamente se permitía. Quererla como la quería era para Jules Mellington un beatifico elixir. Para él Beatrix Mellington era todo el Londres que deseaba conquistar. Y tenerla compartiendo su vida le otorgaba una enorme placidez.

Jules se sentó en su sillón preferido y comenzó a leer la gaceta que casi no le cabía en las manos. Devoraba palabra a palabra las columnas de aquel noticiero. La chimenea aportaba un ambiente cálido a la habitación, que se veía enriquecido por el olor que provenía de la cocina. Beatriz estaba removiendo la cena en el fogón. Pero aunque hubiera traído curry picante de Tailandia, Jules no hubiera apartado su hocico del periódico. Porque de cada línea, de cada construcción de frases, de cada juego de palabras se deducía su verdadera pasión. No era abrir cuentas a pequeños ahorradores o validar cheques y pagarés. Su verdadero afán pasaba por entregarse a la literatura. Exponer en un papel todas sus ideas, explicar historias novedosas, escribir poemas funerarios, tratados de filosofía, libros de viaje por el mundo conocido. Siempre había soñado desde pequeño en trascender a la historia de la literatura como su adorado Lawrence Sterne, Swift, Thackeray. A veces se sentía impotente, postrado en su puesto de empleado de la banca. Pero mitigaba ese dolor encerrándose con llave en la biblioteca después de la cena durante casi dos horas. Dentro de aquel recinto, apretaba la pluma entre sus dedos, abría el cajón del escritorio y leía animadamente la última página de lo que había podido escribir la noche anterior. Y recostado sobre el respaldo de la silla dirigía su mirada hacia el cristal de la ventana. Entonaba gravemente las palabras que había vertido en el papel, y a cada fonema, a cada asociación de palabras, la oscuridad que se vislumbraba a través del cristal se iba transformando como si fuera un extraño ritual en una representación onírica proveniente de otro mundo. Aunque pareciera increíble, una figura femenina de ojos que se abrían en infinito como una crisálida se reflejaba ante sus ojos y de sus labios entreabiertos manaban los sonidos que Jules sólo entendía. Pasaba cada noche. Era su musa. El primer día que la vio se asustó pensando que había invocado al demonio. Que su deseo de ser escritor había llegado demasiado lejos. Cerró con llave la puerta e intentó entornar el postigo, pero infructuosamente pues la musa siempre acababa haciéndola ceder como un soplido necesario.


Así que cuando caía la noche abría el postigo, se recostaba y se entregaba otorgando la musa su premio. Seducido por la placentera sensación que sólo la creación de verdadero arte puede dar, se entregaba a la infidelidad cada noche con ese voluptuoso ser. Reflejada en el cristal hablándole a su oído con un velo blanco que le tapaba los rizos dorados en miles de pliegues. Su presencia parecía dominarlo todo. Jules jugaba con ella intentado alcanzarla, tensando el arco de la sintaxis, pidiéndole más. Un último juego de palabras. Un hiperbaton. Un nuevo personaje. Y cuando eso sucedía parecía rozar la, eternidad, siquiera por un momento, con sus dedos inocentes y ávidos. Al momento parecía desatarse en Mellington una fuerza incomprensible. De su pluma brotaba una energía incontenible, sexual , retozona ante las sugerencias de su musa. Con sus lánguidos dedos manipulaba su velo blanco pleno de palabras. Y reía, y embriagaba, y sonreía.

Jules Mellington, como desposeído de su ser, imprimía con tinta el manuscrito que algún día le haría ennoblecer. La musa trasladaba de un lado a otro de la estancia su representación corpórea derrochando azules ojos convertidos en verbos y rizados tirabuzones de líneas y líneas en torrencial ansia.

Pero esa noche era diferente. Tras tantas noches, tantos meses con su idolatrada musa sin nombre, sintió como una exhalación verdadera el final de su manuscrito. Su satisfacción era máxima. Deseaba acariciando el papel poseer a su mujer aquella noche. La haría suya en cuanto escribiera la palabra “fin” después del ultimo punto y aparte. Cerró con el mayor celo todos sus papeles en el cajón e introdujo su llave en el chaleco. La Sra. Mellington aguardaba en su cama con un librito entre las manos. Al verle acercarse con animo lujurioso y feroz dejó la novela y apagó su lamparita de aceite.. Jules no cabía en sí de gozo así que esa noche cedió inmediatamente a las cálidas carantoñas de su esposa. El eco de una risa resonaba en la estancia vigilando los dos cuerpos desnudos bajo el edredón

Monday, January 30, 2006

JULES MELLINGTON, EL HOMBRE Y SU MUSA (I)

Corría el ocho de octubre de 1874 y Jules Mellington salía de su trabajo en un modesto banco a la hora acostumbrada. Eran sólo las cinco de la tarde y ya cubría el cielo una espesa y gris niebla que alteraba la habitual pasividad en los ánimos de los ciudadanos londinenses. Descolgó su abrigo y su sombrero emprendiendo su marcha por las tristes calles del casco antiguo. Y a cada paso que daba el reloj avanzaba como la oscuridad que iba dominando las grandes avenidas. Un raro escalofrío le recorría esa tarde y aunque ese camino lo hacía todos los días a pie sin importarle el clima, no pudo menos que dejarse llevar por la intuición y paró el primer carruaje que pudo avistar.

El interior de ese coche lo formaban dos largos sillones acolchados a cada lado, iluminados por una lámpara de aceite sita en la parte superior de la pared. La llama surcaba sus rostros desconfiados al son caprichoso de los adoquines en contacto con las ruedas. El empedrado producía un suave claqueteo que mecía hipnóticamente a todos los viajeros que, agarrados a sus abrigos, se veían rodeados de aquel infierno de humo blanco. Jules Mellington iba acompañado en ese corto viaje a las afueras por otro compañero del banco, el Sr Jeffries y dos señoras mayores que parecían haber acabado de asistir a una reunión social en el centro en casa de unas amigas.

-- Si—pensó—probablemente serían de ese tipo de señoras que aparecen a las cinco en punto en casa ajena para tomar el té habiendo avisado con una semana de antelación para respetar las normas de urbanidad. Y ya allí juegan unas manos de canasta comentando los avatares de sus banales vidas mientras el té hidrata sus ajadas caras. Y cuando llega el momento de abandonar(más de tres cuartos de hora se consideraría incorrecto según los cánones) alegan la inmoralidad de la hora para volver a sus hogares porque sus maridos, estirados hombres de negocios, no sospechen nada de ellas. Y para esos maridos conservaban toda las belleza que la edad no les había arrebatado vistiendo con un lujo y cuidado fuera de lo común.


El carruaje seguía su camino por los suburbios menos recomendables de la ciudad. Y aunque en el ánimo de todos estaba el deseo de evitarlos constituía el incómodo tramo intermedio que habían de cruzar para llegar a sus hogares. Calles mugrientas repletas de tabernas de mala reputación donde barbudos y viejos obreros de las fábricas de carbón retozan ruidosamente con rameras de pelo rizado y corsés medio abiertos. Lugares donde el olor a alcohol de alta graduación colma la espesa atmósfera de bujías. Y se oyen las risotadas de las prostitutas antes de caer ebrias y sin decoro en el suelo. Y mientras ellos las observan humedeciendo sus labios del amargo sabor de la cerveza , para a continuación limpiarlo con la manga de la muda y eructar. Entonces el eco de las carcajadas es capaz de traspasar la niebla y acariciar el Támesis. Y al lado de estas tabernas, las familias de estos obreros ansiosas del pan que el cabeza de familia desperdicia en vicios malviven en minúsculos cuartuchos en medio de la podredumbre. Comen poco y la mayoría tiene enfermedades. No hay familia en esta parte de Londres que no haya enterrado a un hijo o a un hermano cuando era joven. Las enfermedades le amenazan en el gélido habitáculo sin chimenea en la que calentarse ni celebrar veladas como las lujosas casas del centro. Pero lo peor lo ven los hijos de las rameras. Ellos ateridos y agrupados por el miedo observan a través de la rendija de la puerta como su madre es desvestida de modo torpe y descontrolado por un tatuado marinero para ser arrastrada entre carcajadas incontroladas a la habitación donde la viola. En ese momento y ante los aullidos de su madre los niños se abrazan queriendo provocar el final de aquella tortura y deseando que el amanecer rascara la mugre y reflejara el sol en sus ojos.

Una brusca parada le trajo de nuevo a la tierra. Sus ensoñaciones le habían tenido absorto durante todo el viaje. Ya quedaba poco aceite en la lámpara cuando las señoras agarraron sus paraguas de encaje y se bajaron del carruaje con sus aparatosos trajes. Como era preceptivo entonaron un suave “adios señores” ante el que instintivamente ellos respondían con una leve inclinación y un movimiento de sus sombreros. Ya sólo quedaban Jeffries y él. Un seco ¡só! les puso de camino. Y al asomarse por las ventanillas empezaban a reconocer el paisaje. Andaban ya por las afueras con sus bloques característicos y casas bajas. Jules sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Era tarde. La noche se agudizaba. Su esposa le esperaría ansiosa en su casa de la 27 con Paddington. El tecleo de los adoquines convertía progresivamente la repetición en música. El siguiente en abandonar el transporte fue el Sr. Jeffries. Vivían muy cerca y al igual que él poseía un cuidado jardín donde podía desarrollar su pasión por las gardenias. Gardenias como las que adornaban la cenefa del solitario ya habitáculo del carruaje donde el Sr. Mellington saboreaba los instantes anteriores a reencontrarse con su mujer. Bajó con su maletín y su paraguas observando como el carruaje se perdía entre la niebla.. El eco sordo de sus pisadas le condujo hasta el enrejado de su casa. Golpeó la aldaba de bronce esperando ver la habitual estampa de su mujer sonriendo para ayudarle a desvertirse.

Friday, January 27, 2006

Hoy tengo una imagen en la cabeza y no me la puedo quitar.

Veo montañas y valles soleados y yermos. Cubre todo un viento segador y pasmoso. De repente bajo la vista. De repente bajo la vista y veo que mi mano se torna ocre como la tierra que hay bajo mis pies. Articulo movimientos deshilvanados con esa mano que inmediatamente capta toda mi atención. El sol se paraliza, arriba, hace calor y empiezo a sudar. Mi mano se contrae y eleva para secar mi sudor.

Mis ojos, antaño profundos, se pierden en un vacío peligroso. En medio de la nada, solo. Es curiosos que uno no está solo hasta que verdaderamente se siente así, aun rodeado de gente. Siempre me ha pasado.

Aparentemente feliz y sin embargo el más hipócrita de la pandilla. Cuando me aburro agarró mi dedo meñique y lo abrazo, queriendo conjurar una solución que me transporte fuera del tedio. Pero todo es infructuoso. Sigo allí con ausencia de voces, desamparado, en aquel campo extenso que constituye el germen de mi sueño. Aquel terreno yermo donde campa, desenfadada, mi desesperanza.

Ese fue el momento en que lloré. Cuando acabé por darme cuenta que la infelicidad de aquella tierra sin azules sobresale a esta tierra de azules, que es Málaga.

Málaga es el resumen de mí mismo, y el resumen de todos los que vivimos en ella. A todos nos invade en su pequeñez, nos atrapa y nos ilumina. Sí, sí, nos ilumina con esa luz tenue de un sol que no pica, sino que acaricia las sienes y la tez. Que no daría por disfrutar mil atardeceres, conjuntos de nubes desgarradas.

Si no miro al cielo no escucho música. No quiero leer. Sólo queda escribir.

Hoy he sentido nostalgia. Pero no de lo que he vivido o logré vivir en algún momento, sino de lo soñado. Es curioso que un accidente y sus consecuencias meramente materiales se eleven a mi subconsciente de esta manera. Málaga se nubla bajo el azote del flequillo inexistente sobre mi frente. Málaga oscurece.

Pero abro los ojos intentando razonar el porqué de tanta nostalgia, de tanta rememoración de la añoranza. Y la respuesta es cómo me pongo a prueba cada día y salgo perdiendo. Y me encuentro solo de nuevo, queriendo desmayarme en medio de una florida extensión de margaritas fulgurantes. Y deseo que Málaga amanezca, pero no despierta, sigue dormida.

Oscura y estrellada. A lo mejor este estado es lo más cercano que voy a estar de la depresión. Pienso en todo lo que he hecho y en lo que me queda por hacer y no hago, pero lo mezclo con preocupaciones banales, con dineros debidos, con fiestas sorpresas, el puto milenio. Que estupendo cacao.

Miro las estrellas y cada una me invita al silencio y me preguntan por qué no hablo, y yo sigo en mi campo, y tengo sueño. Aquel sol cegador es somnoliente. Busca su efecto: aturdir, y lo consigue. Mañana Málaga volverá a abrir los ojos con mayor intensidad.

Estoy cerca de la playa. Fuera el rumor de las olas del mar, que aun cuando dicen que sigue siendo azul es negro como la pena. Como el laberíntico mundo de las disquisiciones de la lógica es negro. Y la razón me ataca preguntando el porqué de tanto enfado, de tanta contradicción.

El problema es solo uno: querer sentir. He ahí el origen de mi estado. He ahí que mis sentidos se abran a palabras muertas y sensaciones extrañas. He ahí el hecho de que me sienta solo o rodeado de mujeres que no me convienen. De ahí el hecho de finalizar mi condición de terrorista sentimental, entregando sentimientos sin pedir nada a cambio. Extraña desmesura

Cuán gozoso fue ser tal terrorista. Obligando a la gente a responder al todo yo. Otorgándome entero, hasta descubrir la realidad. Nadie tenía el poder de conferirme la perfección sintiendo algo por mí. Cuánto egoísmo, cuanta felicidad, que tesoro del alma y los sentidos.

Este frío fuera. Me tapo con una manta y mis ojos vidriosos y mi pelo suave y sin peinar me recuerdan que cada vez que me miro al espejo soy yo mismo y suenan violines y siempre está pensando. Una persona obsesionada porque la amen. Y nunca ocurre. Espero infructuoso el levantamiento de esta noche tan oscura. Quizás no me he alejado tanto del terrorismo del que reniego sino que lo mantengo oculto, criptológico.

Sostengo con mis dedos la sien y grito munchianamente a un eterno retorno. Volver a empezar. O sin volver. Vivir, solo vivir. Vivir es amar, amanecer. Querer, flotar una sola vez.

Levantarse del campo yermo, de viñas y olmos para dominar el sol por una vez por encima de todo y de todos, de las vidas y los pensamientos, de Málaga y sus nubes, de los aviones, de las fronteras y los límites, de los idiomas del amor

Quiero amar..........

ASPIRANTE A BLOGUERO

En primer lugar, debo decir que no se me hubiera ocurrido en la vida empezar a escribir esta especia de diario virtual, pero vuestros escritos ( y me refiero al triangulo o tetralatero de leon, de laclos, amante del volcan y version original). Vuestros escritos me estan animando mucho a volver a los mios. La verdad es que aunque envuelto en un trabajo prosaico aun me queda tiempo robandole horas al día para emborronar alguna hoja de papel que deposito al lado de mi cama bajo la mesita de noche como un secreto compartido entre yo y mi mismo. Debo decir a modo de presentación cuatro jirones que he sacado como los juncos que sacaba kate winslet cuando era una sumisa y despechada mujer en sentido y sensibilidad ( que courbetianas esas escenas). Dichos juncos se distribuyen a modo de laureles. En primer lugar decir que DeLaclos que eres un escritor de caracter. De hecho lo he comentado con nuestro comun amigo el amante del volcan. Amante del volcan cuyo relato de la foto me tiene embelesado hoy. Leon tb apunta maneras. Lo unico que no comparto es la opinion de tormenta de verano de version original, pues me parece que no le llega a mi querido techine y sus juncos salvajes( el día va de juncos) a la altura. AUnque apuntaba maneras. Un saludo y espero compartir con vostros mis textos ideas y pensamientos. Espero que encuentren cabida. Saludos